martes, 7 de septiembre de 2010

Crónica Apócrifa del XI Encuentro - Flor de Gewuztraminer

Expresiones como “la edad de oro” nos hacen pensar que un mundo dorado sería floreciente y apacible; lo primero tal vez, lo segundo ciertamente no. El olor a musgo nos recuerda que bajo esa densa capa de lujo hay una tierra apenas domesticada; el canto de los mejillones nos previene de acercarnos al jardín de la manzana carnívora, mientras artrópodos segmentados albinos pululan bajo el cuerpo desollado de un pequeño mamífero de pálida carne. Tan solo el caballo blanco pasea impasible entre serpientes y mangostas, y en su trono, el puercoespín dorado samurai extrae estoicamente de su pierna un tornillo de verde metal.


Cuentos


Una ordenada banda de cuchillos violinistas toca al ocaso, con reflejos ocres y azulados en sus hojas; sin embargo, la tensión creada por su música es la que infunde el terror en el adorable y suave oso de peluche que se ve forzado a huir arrastrándose por un metálico conducto de ventilación, en el que se cuela desde abajo la luz verde de una presencia alienígena.





Foso del castillo, exterior, día. Guerreros de negra armadura, con el agua por las rodillas, se zurran en un combate enérgico pero sin odio. El fuego de la guerra los ha tiznado, empiezan a acusar la fatiga del combate, pero se siguen batiendo heroicamente, como si tuvieran ocho brazos y pudieran permitirse perder alguno, aunque en el fondo saben que la victoria que alcanzarán será amarga, y por eso se obstinan en seguir luchando. Al final, el campo de batalla permanece en silencio, y una leve neblina intenta ocultar el horror de los cuerpos mutilados, las negras corazas cubiertas de sangre y el rostro compungido de los vencedores.





Rayos de un sol que se cuela por entre las grietas de una vieja puerta de madera, que se abre dándonos paso (tras el deslumbramiento inicial) a un mundo interior de paz y deleite, un florido jardín blanco, donde los peces vuelan de una fuente a otra, y sobre la hierba una jauría de micro-perros de albo y desaliñado pelaje apenas suenan como un cosquilleo en nuestras trompas de Eustaquio.






La oscuridad exterior hace destacar la silueta del Caballero sobre la refulgente y lechosa luz que brota del interior del templo del Grial. Pero ahora el santuario está en poder de Klingsor, de modo que ya no sirve a la pureza. Lascivas jóvenes vestidas de flores nos incitan con su danza a los placeres de la carne, en torno al cuerpo de un salvador que no es ya Cristo (el famoso), sino un humilde y anónimo redentor, que entrega su existencia metabólica para nuestra salvación y deleite.




Dejamos todo aquello atrás, huyendo en un oscuro barco de madera de la blanca sombra del frio polar; navegando desde las brumosas costas del norte en pos del sol que enrojece los frutos a finales del verano.

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