domingo, 28 de noviembre de 2010

Crónica Apócrifa del XIV: Leione

Prefacio

La puerta es de madera vieja, pero es el rechinar de sus herrajes lo que nos da paso a la tierra húmeda y oscura del subsuelo. Sin embargo la oscuridad dura poco, y tras ella unas nubes teñidas de rosa y verde por el ocaso, en las que una historiada cancela de hierro (no, no son las puertas del cielo) guarda el azul reino de los cetáceos; sus sombras, sus lamentos. Una vereda baja hacia el rio, pero nosotros subimos la loma en pos de esos oscuros animales cuyos lomos vemos escabullirse entre la alta hierba seca mecida por un viento de luz suave y nubes negras. Quien no se escapa tan deprisa es una prehistórica y anquilosada anaconda con piel gris de armadillo. Más tarde, entre muros de piedra, son el terciopelo negro y la sangre lo que nos guía hasta la reluciente salamandra de latón sobre la bandeja roja.








I.-
Una manada de grandes herbívoros se está moviendo, noto el lejano retumbar de su trote en mis brazos. Allí, en mitad de la pradera, encuentro una embarcación de azulada chapa con remaches; subo por las escaleras de la cubierta hasta el puente, y desde allí arriba veo a lo lejos, tras varias lomas, una enorme broca que extrae un cilindro de tierra, y por cuyas acanaladuras helicoidales suben al galope dos caballos blancos.






II.-
Un tranquilo silencio reina en el palacio cuyos pasillos y salas de rojas paredes recorremos hasta llegar a la puerta de la oscuridad. Las estancias subterráneas carecen ya del orden geométrico del palacio de la superficie; las escaleras, excavadas en el basalto, serpentean conforme descienden. Una vez abajo, un dorado cielo sin sol se refleja en el espejo del lago, solo ondulado por el lento devenir de la barca. Al otro lado, oscuros caballos nos esperan para proseguir nuestro viaje.






III.-
Sobre la colina que domina los segados trigales con cielo negro, un tosco chambao de cuatro palos alberga colgadas las vísceras azul ceniza de un caballo. También hay un cojín de terciopelo rojo sobre el que esperaríamos ver descansar una corona, pero no hay tal. Suaves arbustos de monte bajo entre los muros de piedra del castillo deshabitado; al salir por su puerta, una senda de tierra ocre claro, casi blanco, se desliza hacia abajo por un pétreo desfiladero rojizo. Y en todo ese tiempo,no hemos visto a nadie.






IV.-
El otoño es lo que tiene, nos pone nostálgicos; y si a eso añadimos el olor a hollín de una negra locomotora de vapor que avanza con lentitud quejumbrosa entre los jirones de niebla que se confunden con sus propias emanaciones gaseosas, ya para qué hablar. Mientras tanto, un ave desnuda brinca de una almena a otra, intentando escapar de la negra selva de zarzales que se extiende abajo, acechante e inabarcable.







V.-
Los arbustos destilan la sangre de la tierra, y las abejas la elevan al plano de lo divino. Una vaca de claro y recio pelaje va tranquilamente a beber a la charca. En el otero, una torre de vigía de dolomitas olvidadas, entre zumbido de chicharras y la brisa de media tarde. Una puerta de mármol blanco con vetas de óxido nos recuerda la sacralidad del lugar.






Texto: Bertoldo Peñavieja

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